Reportaje a Carlos Gardel en Bronce
Jaime Jaramillo Panesso
Anclado en Manrique, un viejo barrio tanguero de Medellín, está Carlos Gardel en estatua, convenido por el fuego en bronce, quieto y atento. Mira al occidente y se extasía recorriendo con la vista el perfil arrugado de la cordillera central de Colombia. La pátina del tiempo no le ha hecho cambiar su sonrisa levemente insinuada. Una mano en el bolsillo del pantalón le da a la figura una seguridad aparente, pues todos los vecinos conocen de la timidez del centenario Morocho del Abasto. En los días de frío, a pesar que se lamenta en las altas horas de la madrugada (los celadores lo han escuchado murmurar, chasqueando los dientes) no se atreve a solicitar su viejo abrigo de paño inglés que debe guardar escondido un sastre que vive al frente. Este ha puesto a su negocio el nombre de «Sastrería Gardel».
Gardel, en su estatua pedestre, nunca se ha sentido solo ni olvidado. Conocerán los lectores más adelante, sus impresiones y opiniones sobre su vida actual, sobre sus amigos que lo visitan, sobre los ebrios enamorados de su voz y su porte de varón.
Rodeado por dos calles que lo circundan y unas empinadas escalinatas, tiene a sus espaldas un pequeño muro sembrado de placas en mármol y en metálicas aleaciones. Cada embajada musical de sus compatriotas, que viene a la ciudad, deja allí su constancia de visita y admiración. Los tangueros organizados de otros lares, particularmente los venezolanos, también dejaron su recuerdo escrito. A los pies de Carde! Estatua una pequeña reja protege la peaña y la gran placa principal que lo instaló, hace cerca de 30 años. Un viejo árbol, no muy frondoso o, tal vez un laurel, le da su sombra. El Municipio ha puesto verde grama en los alrededores, pero el tráfico de buses y autos es en este vértice, endemoniado. Desde las cuatro de la mañana se movilizan los obreros al trabajo y van regresando en la tarde junto con los estudiantes, los artesanos y los empleados del comercio y de los bancos. En las noches las esquinas vecinas son un hervidero de jóvenes noviazgos que poco escuchan el tango de Gardel, salvo en los junios reverberantes cuando aparecen los conjuntos típicos y los bailarines, criollos y extranjeros. Toda una tarde, la del 24, le hacen compañía. Hace años, durante la noche, los conmemorantes se recogían en los salones de la Casa Gardeliana, cita a unos cincuenta metros de la estatua o en algunos de los innumerables bares de la calle principal.
En reportaje exclusivo, Carlos Gardel en bronce habla en el sesquicentenario de su muerte, es decir, de su nacimiento como mito.
- A los sesenta y cinco años de su muerte, ¿qué es lo que más extraña en su nueva vida?
C.G. Mira, che, nada hay más extraño para mí en los actuales momentos que unos buenos tallarines y un buen vino. Naturalmente que en el campo de relación humana a quien más extraño es a Alfredo Le Pera, a Leguisamo y a mis caballos del hipódromo.
- Sin embargo parece que por el tiempo transcurrido trabajando con él, Razzano hubiera sido su mejor amigo.
C. G. Apariencias amigo, meras apariencias. Razzano tiene para mí el valor de haber sido mi primer «socio» musical y gran amigo y compañero de trabajo. Pero luego de nuestra separación artística Razzano sólo viene a repuntar con Delfino después de mi muerte. Para mí era una púa. Después sobrevivió con los morlacos de mis derechos de autor.
- ¿Se siente satisfecho con la importancia que ahora tiene su nombre en la historia de la música popular latinoamericana?
C. G. Muy satisfecho. Pero más me hubiera gustado haber sobrevivido al accidente. Apenas si comenzaba a integrarme con el pueblo suramericano. Muchos compositores de este continente necesitaban de alguien que, como yo. hubiera impulsado sus canciones. En Bogotá el maestro Emilio Murillo me surtió de un buen número de bambucos y pasillos que hoy serían de los mejores discos en el recuerdo, unas canciones bien pulentas.
- Se quejan los tangueros de hoy que si usted hubiera grabado más temas con orquesta tendría mayor difusión. ¿Qué opina?
C. G. Mis escasas grabaciones con orquesta (lo hice con Terig Tucci, Fresedo, Canaro) obedece a dos razones: yo siempre me entendí mejor con guitarristas porque así me inicié en la canción. Por otra parte, no crea que me apoliyé en este asunto; ocurre que las orquestas, por numerosas y por el volumen de los instrumentos, eran menos ágiles para mis continuos viajes. El laburo nuestro exigía la versatilidad de unos acompañantes que yo sólo lograba en guitarristas. Mire usted que eran buenas violas el negro Ricardo. Barbieri, Aguilar, Petorossi.
- ¿Doloroso su muerte?
C. G, El hecho de haber muerto entre llamas de gasolina hace creer en las gentes que fue muy dolorosa mi muerte. Sin embargo quiero aclararle que yo perdí el conocimiento desde el golpe inicial de los aviones y no supe más de mí hasta mi propia muerte. Desde pebete le tuve mucho miedo al fuego. pero la yeta no tenía vuelta.
- ¿A este lugar cuántos amigos lo han venido a visitar?
Nunca he estado sólo, especialmente en los Festivales de Tango y en las Tangovías. Desde que ellos nacieron los tangueros siempre vienen a darme una manilo de fueye. Pero lo que más me llena el mango de alegría son lOs vecinos y demás paseantes que se arriman, algunos traen flores y otros me coronan la piojosa con un funyi de calidad. Los artistas colombianos siempre colaboran y traen mis canciones con nuevos acentos. Recuerdo con mucho dolor el 24 de junio de 1976: el cantor colombiano Guillermo Lamus murió en la Casa Gardeliana cantando precisamente «La última copa». Desde entonces me acompaña a tomarme un vino los viernes en la noche.
- Con su muerte el tango no desapareció, sino que par el contrario tomó mucho auge. En la actualidad parece que el tango sufriera itn retroceso, un enfriamiento a nivel de las nuevas generaciones. ¿Qué impresión te causa a usted la situación actual del «gotán»?
C.G. Después del tango gardeliano viene ese tramo especial que fue el tango del 40. sin duda unas de las etapas das del tungo. Su i siente hasta hoy. Luego vendrá una época también dorada que tiene como centro la década del cincuenta. En la actualidad el tango tiene renovadores vanguardistas serios en el estilo y en la composición. Pero ocurre que en Medellín los tangueros se quedaron atrás y no manyan nuevo tango. Pero en Buenos Aires y aquí ocurre lo mismo que en todas las ciudades latinoamericanas; la tendencia a una música novedosa como la norteamericana, pero que es una emoción efímera. El tango trata hoy de descubrir nuevas formas para los viejos problemas del alma y los interrogantes en la actualidad. Por fortuna, Buenos Aires sigue siendo la tuna y la capital del tango. Montevideo está en la misma tónica.
- ¿Qué tipo de personas lo visitan más a menudo?
C.G. Me visita la más variada clase de personas. Desde intelectuales y artistas hasta tangueros que cada ano viene de otros países. Los jóvenes de este barrio pasan y me preguntan sobre algunas letras de tango que no entienden bien por las palabras lunfardas. Otros, como los obreros y artesanos, que conocen de tango, vienen y me tararean algunas viejas interpretaciones que yo ya ni recuerdo sus letras.
En días pasados se subió una curda y me chamuyó tantas cosas al oído que sólo pude retener su deseo que le hiciera un milagro: volver a recuperar su mina que lo había cortado por atorrante. Hay que ver los viernes y sábados en la noche cómo los borrachitos más cariñosos, abrazados en su amistad, me gritan desde la acera o desde la esquina los más extraños piropos, me invitan un buen trago o a que los acompañe en el coro de su tango reo. Una señora pasa todos los martes y me acaricia la cabeza pidiéndome la buena suerte. Un camionero que maneja una tractomula de 22 llantas, según me lo ha contado él mismo, viene una vez al mes y me felicita porque cada día canto mejor. Un cantinero del viejo Guayaquil me trae flores y se fuma un cigarrillo en mi honor porque un hijo suyo salió de la cárcel debido a una intervención mía. Una grela enojada me tiró hace un año con una piedra porque yo era el culpable de que su hombre estuviera en la cana, en la gayola de Bellavista.
- Una preocupación final Don Carlos: ¿será posible conocer algún día la verdad sabré su nacimiento y su origen familiar?
C.G. (Se ríe, antes de contestar). Mi amigo, todas las pistas están dadas. El hecho de haberme nacionalizado en la República Argentina no significa que mi gentilicio sea el mismo. Bien lo señala mi pasaporte, ese documento chamuscado que encontraron las autoridades antioqueñas en la investigación de mi muerte. Pero para que se dejen de dudas, espero que hagan la prueba del ADN y ello definitivamente lo dirá de manera científica. Ya verán que golpe genético será.
A Gardel le brillan sus ojos, sin tristeza, con la mayor dulzura me enseña cómo un grupo de muchachos viene por la carrera 45; con un balón hacen pibote contra el asfalto tibio de esta mañana en que conversamos de su sitio y de su vida. Nada le molesta ya. Sobre su vestido resbala un viento fresco que viene del barrio El Pomar Su respiración es suave y no tiene acosos ni derrumbes en su ánimo. Este Gardel ya no podrá morir nunca más.
Anclado en Manrique, un viejo barrio tanguero de Medellín, está Carlos Gardel en estatua, convenido por el fuego en bronce, quieto y atento. Mira al occidente y se extasía recorriendo con la vista el perfil arrugado de la cordillera central de Colombia. La pátina del tiempo no le ha hecho cambiar su sonrisa levemente insinuada. Una mano en el bolsillo del pantalón le da a la figura una seguridad aparente, pues todos los vecinos conocen de la timidez del centenario Morocho del Abasto. En los días de frío, a pesar que se lamenta en las altas horas de la madrugada (los celadores lo han escuchado murmurar, chasqueando los dientes) no se atreve a solicitar su viejo abrigo de paño inglés que debe guardar escondido un sastre que vive al frente. Este ha puesto a su negocio el nombre de «Sastrería Gardel».
Gardel, en su estatua pedestre, nunca se ha sentido solo ni olvidado. Conocerán los lectores más adelante, sus impresiones y opiniones sobre su vida actual, sobre sus amigos que lo visitan, sobre los ebrios enamorados de su voz y su porte de varón.
Rodeado por dos calles que lo circundan y unas empinadas escalinatas, tiene a sus espaldas un pequeño muro sembrado de placas en mármol y en metálicas aleaciones. Cada embajada musical de sus compatriotas, que viene a la ciudad, deja allí su constancia de visita y admiración. Los tangueros organizados de otros lares, particularmente los venezolanos, también dejaron su recuerdo escrito. A los pies de Carde! Estatua una pequeña reja protege la peaña y la gran placa principal que lo instaló, hace cerca de 30 años. Un viejo árbol, no muy frondoso o, tal vez un laurel, le da su sombra. El Municipio ha puesto verde grama en los alrededores, pero el tráfico de buses y autos es en este vértice, endemoniado. Desde las cuatro de la mañana se movilizan los obreros al trabajo y van regresando en la tarde junto con los estudiantes, los artesanos y los empleados del comercio y de los bancos. En las noches las esquinas vecinas son un hervidero de jóvenes noviazgos que poco escuchan el tango de Gardel, salvo en los junios reverberantes cuando aparecen los conjuntos típicos y los bailarines, criollos y extranjeros. Toda una tarde, la del 24, le hacen compañía. Hace años, durante la noche, los conmemorantes se recogían en los salones de la Casa Gardeliana, cita a unos cincuenta metros de la estatua o en algunos de los innumerables bares de la calle principal.
En reportaje exclusivo, Carlos Gardel en bronce habla en el sesquicentenario de su muerte, es decir, de su nacimiento como mito.
- A los sesenta y cinco años de su muerte, ¿qué es lo que más extraña en su nueva vida?
C.G. Mira, che, nada hay más extraño para mí en los actuales momentos que unos buenos tallarines y un buen vino. Naturalmente que en el campo de relación humana a quien más extraño es a Alfredo Le Pera, a Leguisamo y a mis caballos del hipódromo.
- Sin embargo parece que por el tiempo transcurrido trabajando con él, Razzano hubiera sido su mejor amigo.
C. G. Apariencias amigo, meras apariencias. Razzano tiene para mí el valor de haber sido mi primer «socio» musical y gran amigo y compañero de trabajo. Pero luego de nuestra separación artística Razzano sólo viene a repuntar con Delfino después de mi muerte. Para mí era una púa. Después sobrevivió con los morlacos de mis derechos de autor.
- ¿Se siente satisfecho con la importancia que ahora tiene su nombre en la historia de la música popular latinoamericana?
C. G. Muy satisfecho. Pero más me hubiera gustado haber sobrevivido al accidente. Apenas si comenzaba a integrarme con el pueblo suramericano. Muchos compositores de este continente necesitaban de alguien que, como yo. hubiera impulsado sus canciones. En Bogotá el maestro Emilio Murillo me surtió de un buen número de bambucos y pasillos que hoy serían de los mejores discos en el recuerdo, unas canciones bien pulentas.
- Se quejan los tangueros de hoy que si usted hubiera grabado más temas con orquesta tendría mayor difusión. ¿Qué opina?
C. G. Mis escasas grabaciones con orquesta (lo hice con Terig Tucci, Fresedo, Canaro) obedece a dos razones: yo siempre me entendí mejor con guitarristas porque así me inicié en la canción. Por otra parte, no crea que me apoliyé en este asunto; ocurre que las orquestas, por numerosas y por el volumen de los instrumentos, eran menos ágiles para mis continuos viajes. El laburo nuestro exigía la versatilidad de unos acompañantes que yo sólo lograba en guitarristas. Mire usted que eran buenas violas el negro Ricardo. Barbieri, Aguilar, Petorossi.
- ¿Doloroso su muerte?
C. G, El hecho de haber muerto entre llamas de gasolina hace creer en las gentes que fue muy dolorosa mi muerte. Sin embargo quiero aclararle que yo perdí el conocimiento desde el golpe inicial de los aviones y no supe más de mí hasta mi propia muerte. Desde pebete le tuve mucho miedo al fuego. pero la yeta no tenía vuelta.
- ¿A este lugar cuántos amigos lo han venido a visitar?
Nunca he estado sólo, especialmente en los Festivales de Tango y en las Tangovías. Desde que ellos nacieron los tangueros siempre vienen a darme una manilo de fueye. Pero lo que más me llena el mango de alegría son lOs vecinos y demás paseantes que se arriman, algunos traen flores y otros me coronan la piojosa con un funyi de calidad. Los artistas colombianos siempre colaboran y traen mis canciones con nuevos acentos. Recuerdo con mucho dolor el 24 de junio de 1976: el cantor colombiano Guillermo Lamus murió en la Casa Gardeliana cantando precisamente «La última copa». Desde entonces me acompaña a tomarme un vino los viernes en la noche.
- Con su muerte el tango no desapareció, sino que par el contrario tomó mucho auge. En la actualidad parece que el tango sufriera itn retroceso, un enfriamiento a nivel de las nuevas generaciones. ¿Qué impresión te causa a usted la situación actual del «gotán»?
C.G. Después del tango gardeliano viene ese tramo especial que fue el tango del 40. sin duda unas de las etapas das del tungo. Su i siente hasta hoy. Luego vendrá una época también dorada que tiene como centro la década del cincuenta. En la actualidad el tango tiene renovadores vanguardistas serios en el estilo y en la composición. Pero ocurre que en Medellín los tangueros se quedaron atrás y no manyan nuevo tango. Pero en Buenos Aires y aquí ocurre lo mismo que en todas las ciudades latinoamericanas; la tendencia a una música novedosa como la norteamericana, pero que es una emoción efímera. El tango trata hoy de descubrir nuevas formas para los viejos problemas del alma y los interrogantes en la actualidad. Por fortuna, Buenos Aires sigue siendo la tuna y la capital del tango. Montevideo está en la misma tónica.
- ¿Qué tipo de personas lo visitan más a menudo?
C.G. Me visita la más variada clase de personas. Desde intelectuales y artistas hasta tangueros que cada ano viene de otros países. Los jóvenes de este barrio pasan y me preguntan sobre algunas letras de tango que no entienden bien por las palabras lunfardas. Otros, como los obreros y artesanos, que conocen de tango, vienen y me tararean algunas viejas interpretaciones que yo ya ni recuerdo sus letras.
En días pasados se subió una curda y me chamuyó tantas cosas al oído que sólo pude retener su deseo que le hiciera un milagro: volver a recuperar su mina que lo había cortado por atorrante. Hay que ver los viernes y sábados en la noche cómo los borrachitos más cariñosos, abrazados en su amistad, me gritan desde la acera o desde la esquina los más extraños piropos, me invitan un buen trago o a que los acompañe en el coro de su tango reo. Una señora pasa todos los martes y me acaricia la cabeza pidiéndome la buena suerte. Un camionero que maneja una tractomula de 22 llantas, según me lo ha contado él mismo, viene una vez al mes y me felicita porque cada día canto mejor. Un cantinero del viejo Guayaquil me trae flores y se fuma un cigarrillo en mi honor porque un hijo suyo salió de la cárcel debido a una intervención mía. Una grela enojada me tiró hace un año con una piedra porque yo era el culpable de que su hombre estuviera en la cana, en la gayola de Bellavista.
- Una preocupación final Don Carlos: ¿será posible conocer algún día la verdad sabré su nacimiento y su origen familiar?
C.G. (Se ríe, antes de contestar). Mi amigo, todas las pistas están dadas. El hecho de haberme nacionalizado en la República Argentina no significa que mi gentilicio sea el mismo. Bien lo señala mi pasaporte, ese documento chamuscado que encontraron las autoridades antioqueñas en la investigación de mi muerte. Pero para que se dejen de dudas, espero que hagan la prueba del ADN y ello definitivamente lo dirá de manera científica. Ya verán que golpe genético será.
A Gardel le brillan sus ojos, sin tristeza, con la mayor dulzura me enseña cómo un grupo de muchachos viene por la carrera 45; con un balón hacen pibote contra el asfalto tibio de esta mañana en que conversamos de su sitio y de su vida. Nada le molesta ya. Sobre su vestido resbala un viento fresco que viene del barrio El Pomar Su respiración es suave y no tiene acosos ni derrumbes en su ánimo. Este Gardel ya no podrá morir nunca más.
(Tomado de El Mundo)
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